Mal criad@ acaba en malcriad@


La cosa es que estaba comiendo en un restaurante de playa hace un par de días y en la mesa de al lado había una familia con tres hijos cuyo comportamiento me estuvo invitando a reaccionar de varias maneras, todas ellas ilegales. Durante buena parte de la comida,  aquellos tres ejemplos vivos de la existencia de Belcebú en la tierra, me llevaron a pensar sobre qué estamos haciendo con la educación de nuestros hijos (en general, digo. Perdóname, querido padre o madre perfecta, si estás leyendo este artículo. Te habrás percatado que no va por ti).

Los muy cabrones, no paraban de exigir de malas maneras cualquier cosa que se les antojaba. Lo pedían para ya; con agresividad y sin educación, mientras los padres eran incapaces de parar aquel tsunami de toxicidad, en plan prólogo de drama griego. 

¿Culpa?, siempre de ambos, pero más de los padres que, por error u omisión, probablemente siguen los hábitos de esta modernidad (pongamos que hablo de deformidad) que nos influencia a la mayoría. Y quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra.

Hoy en día, emborrachamos a nuestros hijos con cosas que ni nos piden ni necesitan para compensar lo que sí nos piden y sí necesitan, que es compartir tiempo de calidad con ellos. Su educación emocional se nutre de experiencias compartidas y nunca de cosas adquiridas. Y aquí lo hacemos rematadamente mal.

Procuramos que no se aburran, saboteándoles así oportunidades únicas para fomentar su creatividad, contribuyendo a la flacidez en una musculatura cada vez más necesaria. El aburrimiento debería ser una asignatura obligatoria. El tema es que hay que aprender a aburrirse bien, pues es un lugar en el que estaremos muchas veces durante nuestra vida. Lo peor que podemos hacer es evitar que nuestros hijos desarrollen esquemas de afrontamiento en uno de sus hábitats futuros. Pocas veces recuerdo haber estado aburrido en mi vida, pues el aburrimiento es un sentimiento personal que es sólo responsabilidad nuestra. Si, como padres, actuamos negligentemente y asumimos la responsabilidad de nuestros hijos para que estos no estén aburridos, les vamos a hacer un flaco favor.

Evitamos que se frustren, pidiéndoles veinte años más tarde que sean resilientes. Si es que, en el fondo, somos unos cachondos. La frustración y su afrontamiento debería ser otro de los aprendizajes obligatorios pues, de nuevo, va a ser un lugar común en un futuro en el que a nuestros hijos les lloveran "noes" como panes. 

Les convertimos en yonkis de Dopamina en una cultura de videoclip por obra y gracia de tabletas, teléfonos móviles, redes sociales, etc. acelerando su ansia de inmediatez y evitando que aprendan a tener paciencia y atención sostenida, claves fundamentales del desarrollo que les negamos. 

La espera. Esa rara habilidad hoy día. Parece cosa ya del pasado esperar un año para que te regalen aquello que más ilusión te hacía, en el día de tu cumpleaños. Hoy parece imposible ver esperar a un niño al día de Navidad o al día de Reyes o a su cumpleaños para que reciba aquello que le hace mucha ilusión, si hubiera algo que realmente les hiciera mucha ilusión. Porque la ilusión también se ha perdido ante el "lo quiero, lo tengo". La ilusión era una suma acumulada de tensión positiva a la espera de una recompensa (el regalo) que finalizaba (con suerte) en la obtención de lo deseado (o sucedáneo :)). Hoy en día algunas Navidades o días de Reyes parecen orgías de regalos que muchos acaban si ni siquiera abrirse. Pura transacción. Ya no se saborea la emoción. Se engulle.

Y hablando de comer. Antes salíamos de casa para una excursión o para hacer unos recados con nuestros padres y ni agua ni galletas de tres tipos ni esos petates que hoy en día llevamos a cuestas, con independencia de si vamos a comprar el pan a la esquina. Que más que a por el pan, parece que nos preparemos por si durante el trayecto nos pilla el apocalipsis zombi y debemos atrincherarnos y pasar varias semanas al raso. Menos la tienda del Decathlon, lo llevamos prácticamente todo.

Negamos la autoridad de los profesores. Antes, si el profesor te castigaba, en casa te remataban. Hoy nos hemos vuelto locos de remate y si el profesor regaña a nuestro hijo, creemos que lo responsable como padres es esperar al profesor a la salida del colegio con el cuchillo entre los dientes. Así no defendemos a nuestros hijos, les convertimos en unos gilipollas consentidos. Hasta les compramos regalos para "premiarles" si sacan buenas notas, cuando antes "sacar buenas notas" era una obligación y no hacerlo conllevaba..."feedback constructivo".

Que no se cansen, que no sufran, que no se aburran, que no se frustren, que no se raspen las rodillas. Les convertimos en inútiles señorit@s sin recursos así, de causalidad.

Dañamos, en definitiva, su capacidad para aprender a ser felices con cualquier cosa, que no es cualquier cosa. Les regalamos en herencia cierto tipo de anhedonia (término griego que define la incapacidad para experimentar placer y/o pérdida de interés por casi todas las cosas). Y estarás de acuerdo conmigo que, como herencia, la anhedonia pinta a churro.

Pero tranquil@. La buena noticia es que no todo está perdido. Al menos, hoy en día no les hacemos esperar una hora después de comer para poder bañarse para evitar morir por un corte de digestión. Como digo, todavía hay esperanza! ;P

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