Hubo una vez en el que una persona sabia, rodeada de misticismo, me dijo que tenía que aprender a ser esa montaña.
Esa montaña que, sabiendo quién es y con qué objetivos y prioridades se ha comprometido, se mantiene inamovible ante modas y presiones que huelen a inútil y que hoy soplan por el Sur, pero que mañana lo harán por el Norte. Impasible al desgaste de su corteza, resiliente siempre a fuegos, plagas e inundaciones.
Esa montaña que se esfuerza al máximo en aquello que forma parte de su ámbito de control e influencia y que, a la vez, acepta con sereno estoicismo todo aquello que le acontece y que queda fuera de dicho ámbito. Esa que persiste, firme, tras cada fracaso. Esa que se perdona y que busca el legado a largo plazo en pro del postureo a corto.
Esa montaña sujeta por raíces y ajena al qué dirán, que vive en paz consigo misma sin perder de vista nunca el horizonte y que asume la crítica de su camino por parte de aquellos que nunca se han puesto sus zapatos. Esa que no pone excusas que sus amigos no necesitan y que a sus enemigos no les importan. Esa que no se queja. Esa montaña que, pase lo que pase, va a seguir estando ahí: en hacer lo correcto por el simple hecho de ser lo correcto.
Quizás no supe verlo en aquel momento y tan sólo me faltaran esos veinte años de nada para asumirlo, pero, en definitiva; ¿qué son veinte años para una montaña?
0 comentarios:
Publicar un comentario